Gabriela Bilbao

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Una casa inconclusa
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Un pasillo y luego otro y otro. Donde se debía girar a la izquierda, la curva llevaba hacia la derecha. Donde se necesitaba bajar, era preciso subir. Una puerta grande, oscura, maciza, era el acceso a un pequeño cuarto alumbrado por una débil bombilla y sin ventanas. Aquellas puertas pequeñas, casi perdidas en el paisaje de la pared, servían de entrada a cuartos enormes, tibiamente iluminados por la luz del sol que se zambullía a través de los ventanales.
Algunos de los otros cuartos eran cálidos, ricos en madera y alfombras, atemporales porque todo el tiempo estaba escondido en sus interiores.
Otros eran fríos, de blancas y sobrias paredes, de más blancos y duros mosaicos, atemporales también porque el tiempo no los conocía.
Y los pasillos, como venas o arterias abandonadas de sangre, intentando unir tanta digresión.
Y la gente, tan pequeña o tan grande, tan lívida o tan fuerte como los cuartos que no ocupaban, con movimientos silenciosos.
En un cuarto estrecho, muchas personas indiferentes ante todo y entre sí. En un cuartucho recubierto de azulejos e inundado de luces blancas, una pareja se amaba.
Detrás de aquella puertecita de hierro, una estrecha sala, azotada por viejos recuerdos de formas fijas, contenía a un pequeño grupo de hombres, de negros trajes y miradas vacías, que bebían té creyendo que era de noche.
Tomaban té y ahí permanecían, esperando tal vez, deseando quizás, esa mano que alguna vez, en un descuido propio de una mano, los atraviese y los abra.
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